Los integrantes latinoamericanos expusieron siglos de colonialismo, imperialismo, ninguneo, el robo del oro y hasta del mismo nombre porque América es una: planteamientos enteramente sociopolíticos. Para los estadounidenses en la mesa virtual, su nombre, su identidad como personas, yacía en praderas, brillantes océanos, montañas y ríos. América transcendía lo político e incluso lo personalista; en un mundo trumpesco lo único que les quedaba era esa idea de "ser Americano", un estado de ánimo. Ambas herencias representan importantes tintes en los filtros a través del cual veían y ven el mundo en el que viven, el único que conocen.
“América es una” o “americanos somos todos” lo comprendía. Desde la frustración de un hijo de colombiana, yo siempre fui consciente de referirme a oriundos de Estados Unidos como estadounidenses y no americanos. Sin embargo, como alguien que vivió, estudió y trabajó para este país, entendía también la pasión y la gratitud que acompañan las leyendas de libertad y la acción de gracias (o Thanksgiving), los pasos en la luna y una nación atravesando una crisis cultural y de identidad paralizante. Sentí a ambos clamores como propios y sus discursos eran míos.
De repente recordé una clase del tercer grado, cuando vivía en Nueva York, aquella primera vez que nos enseñaban el Atlas; fotocopias en blanco que debías rellenar con los colores de tu preferencia. Lo hice con mis crayolas, siguiendo las indicaciones de la profesora, quien insistió en colores distintos para cada masa terrestre. Eran 7 continentes con 7 colores: África, Asia, Oceanía, Europa, Antártida y… Norte y Sur América. Siete.
Si no eres de origen anglosajón es muy probable que algo no te encaje. Si el tercer grado lo hubiera cursado en Colombia o Perú, o incluso España, con un currículum localizado, lo más probable es que me hubieran dado solo 6 crayolas, un color para cada continente: África, Asia, Oceanía, Europa, Antártida y… nada mas que uno para América. Seis continentes. De entrada, antes de ingresar al “mundo real”, la lupa a través de la cual examinaría el resto de mi experiencia vital, hasta los colores, contaba con todo un continente de más en mi caso.
Tras mi pequeño flashback, volví a la discusión y pedí a una de las estadounidenses presentes que preguntara en la sala cuántos continentes existían. “¡Seis!”, “¡siete!”, respondieron. Y tres horas de debate se fundieron en 27 segundos de silencio.
Nuestra conversación iluminó nuestro entendimiento de la percepción y utilización latinoamericana del concepto América. Entre estos se encuentra su aceptación como las Américas, el conjunto de dos continentes, el del sur y el del norte. Algo tan sencillo como la nomenclatura cartográfica ocultaba una dimensión de base que se prestaba para un malentendido, surgido de la disonancia cultural. Esta experiencia despertó en los que ahí estábamos la apreciación de que, aunque miremos el mismo mapa, los filtros culturales y lingüísticos nos presentan mundos distintos, literalmente.
Una pequeña anécdota puso en relieve un fenómeno sencillo pero con consecuencias profundas en el desarrollo social y de identidad. Cuando entablamos una interacción con una cultura distinta a la nuestra, ganamos siendo conscientes de detalles escondidos en nuestra experiencia. Iluminando uno se desvela una evolución distinta. Aunque sigamos, por inercia, desglosando mundos diferentes en un mismo mapa, la consciencia de esta disonancia permite cambiar en el entendimiento y la empatía mutua. Incluso la conversación más enredada encuentra una salida digna para ambas partes, habilitando un diálogo constructivo. Solo desde el entendimiento de las abismales diferencias de percepción, de un mismo objeto de discusión, se puede superar una conversación. No es necesario relegar lo propio, solo reconocer una visión del mundo ajena, aceptando que en un mismo mapa hay dos mundos distintos, o más.