Cuando era pequeño recuerdo que en mi pueblo había hasta 4 librerías. Ahora sólo nos queda una, que cerrará sus puertas para siempre cuando acabe el año. Alfredo y su familia regentan desde tiempos inmemoriales una librería en el centro del pueblo, donde siempre encuentran una nueva historia para todo aquel soñador que la precise. Al igual que cerraron la tienda de golosinas y la heladería que habían sido el centro neurálgico de nuestra infancia y el videoclub que fue el núcleo de nuestra adolescencia, la librería pronto bajará su persiana para siempre.
La última librería que resistía en un pueblo de 5000 habitantes, cual aldea gala en este mundo de multinacionales y plástico, también cierra. Y no cierra por hambre. Se muere de vieja, porque los jóvenes del pueblo no tenemos interés en construir una vida en el lugar que les ha visto crecer cada día y correr por sus escarpadas calles. Nadie quiere sacar adelante estos negocios que han dado a los pueblos vida, servicio y tantas alegrías durante años. Y, cuando todo esto pase, como no podría ser de otra manera, olvidaremos de nuevo el trabajo sordo y constante de las tiendas de toda la vida y volveremos a despreciarlo, porque somos unos desmemoriados.
El día 23 de abril es Sant Jordi y, como cada año, en mi familia nos regalamos libros. Este año nos hemos enterado de que Alfredo abre 3 horas al día durante la cuarentena y, cumpliendo con las medidas de seguridad pertinentes, realiza entregas de libros, ya que encima de su librería está su casa. Mientras miles de editoriales tuitean apenadas que su supervivencia pende a día de hoy de un hilo tras la llegada de esta maldita pandemia Amazon y demás multinacionales siguen operando y, es más, están haciendo su agosto.
Hoy he enviado un WhatsApp a Alfredo para pedirle algunos libros para lo que queda de cuarentena. A falta de rosas y de abrazos, libros. Tras haber visto 'Sex Education', 'Unorthodox', 'The Wire', tropecientos documentales y otras tantas películas, muero de ganas por agarrar un libro, olerlo y perderme entre sus páginas y sus historias, escapando —sin saber hacia adónde— pero, eso sí, perdido. Al fin. Al fin escapando de las pantallas, ese invento del demonio que ha acabado difuminando las fronteras del trabajo y nos ha sometido en esta cuarentena a niveles de estrés frenéticos.
Posiblemente, me atrevo a aventurar, muchos marcharemos a las ciudades en busca de nuevas oportunidades laborales, de un internet más rápido y unos supermercados con más productos en sus estantes. Buscaremos un piso más pequeño, adoptaremos una mascota ante la imposibilidad económica de formar una familia y, sin darnos cuenta, nos convertiremos, como Chaplin en Tiempos Modernos, en un eslabón de la cadena de montaje. Luchando por nuestro sueño, por esa empresita que será aplastada por una multinacional y por esa libertad anhelada, que no va más allá del último modelo de iPhone, y de quedar con los amigos en la nueva cadena de hamburguesas que ha aterrizado en la ciudad.
Me reconforta que, por esta vez, la librería de mi pueblo haya podido satisfacer mi demanda. Ya no lo harán la tienda de golosinas, el videoclub ni tampoco la heladería. Y, a partir del año próximo, tampoco lo hará el bueno de Alfredo en su librería. Ahora entramos en Amazon y encontramos, a precio de ganga, miles de artículos de plástico que no necesitamos. A golpe de click pones contra las cuerdas a pequeños y medianos comercios, a los trabajadores que meten tu pedido en una caja por un sueldo de mierda y también a esos empleados de Correos que ahora hacen más trabajo por el mismo dinero.
Me pregunto si pronto podremos comprar, a precio de ganga, la conversación de Alfredo, la franqueza de Ernesto –el del videoclub–, cuando te decía que aquella película que te ibas a llevar era una mierda, o la sonrisa con la que Fina –la de la heladería–, te preguntaba qué tal estaba tu abuela enferma. Me pregunto si algún día fabricarán un robot de esos que salen en las películas y te hacen compañía para que te sientas menos solo. Y también me pregunto si, cuando lo pida, me lo traerán a casa como la tostadora.