El verano de 1999 acabó la guerra de Kosovo. Fue la última gran contienda en los Balcanes, la que cerró la autodestrucción de Yugoslavia. Pocos años antes, los enfrentamientos en Eslovenia, Croacia, y Bosnia ya habían empezado a desmembrar uno de los territorios con mayor diversidad étnica y cultural del mundo —y también con mayores tensiones de convivencia interna—.
A pesar de que las cifras mutan según la fuente a la que se acude, y muchos registros oficiales no ofrecen datos exactos, en los ocho años casi continuados de conflictos militares, en las guerras yugoslavas murieron entre 130.000 y 145.000 personas (soldados, civiles, periodistas, observadores...), hubo en torno a 50.000 heridos, unos cuatro millones de desaparecidos y refugiados, y varios miles de desaparecidos. Además, durante los combates, oenegés como Amnistía Internacional denunciaron agravios contra los derechos humanos en varias exrepúblicas —sobre todo en Bosnia y Croacia—, como ejecuciones sumarias, torturas a prisioneros o violaciones (entre 20.000 y 45.000 mujeres).
Veinte años después el recuerdo de la mayoría de esos muertos continúa en la memoria de millones de vivos, y las cicatrices demográficas que dejaron los exiliados siguen suponiendo un gran desafío para la coexistencia entre las etnias y religiones de la antigua Yugoslavia, donde se juntan casi una decena de identidades nacionales distribuidas en seis países y dos provincias autónomas, donde se practican tres cultos diferentes, se hablan hasta cuatro idiomas distintos —con múltiples dialectos cada uno—, y se utilizan dos alfabetos.
Serbia y Kosovo: el odio incorregible
A pesar de ser una provincia al sur de Serbia, donde predomina el cristianismo ortodoxo, en Kosovo casi el 90% de la población es musulmana y descendiente de albaneses. Las relaciones llevan cientos de años siendo tortuosas, pero la política recentralizadora que Slobodan Milošević empezó a aplicar a finales de los 80 supuso un recrudecimiento que, en 1998, desembocó en una guerra donde más de 10.000 civiles fueron asesinados y, según la OSCE, cerca de un millón de kosovares fueron expulsados de su territorio o se vieron forzados a moverse dentro de él.
Dos décadas más tarde la hostilidad entre serbios y kosovares sigue siendo inamovible, con episodios periódicos de tensión que hacen temer un nuevo enfrentamiento armado. El más grave de estos incidentes tuvo lugar hace unos meses, cuando el Parlamento kosovar, respaldado por Estados Unidos, aprobó la creación de un ejército propio.
Poco después, una unidad de elite de ese nuevo ejército se internó en un asentamiento serbio del norte de la provincia y, asegurando que se trataba de una operación contra la corrupción, detuvo a varios oficiales serbios de policía. Inmediatamente las Fuerzas Armadas serbias se pusieron en máxima alerta y el primer ministro, el conservador Aleksandar Vučić, solicitó mediación internacional contra lo que definió como “limpieza étnica” en Kosovo.
Ramush Haradinaj tuvo que dimitir en medio de una investigación del Tribunal de la Haya, que lo vincula con posibles crímenes de guerra
Tanto Kosovo —que declaró unilateralmente su independencia en 2008— como Serbia quieren entrar en la Unión Europea, pero el bloque comunitario se muestra reacio a tramitar el ingreso de ninguno de los dos hasta que no acometan importantes reformas internas y avancen en la pacificación entre ellos.
Kosovo, incluso, adoptó el Euro como moneda —aunque no forma parte de la Eurozona—, sin embargo Bruselas solo se limita a mantenerlo en el programa de estabilización de los Balcanes, entre otras cosas porque todavía hay cinco Estados miembro de la UE —España, por las similitudes con Cataluña, es uno de ellos— que no lo validan como una nación independiente.
En lo político, Kosovo también tiene como asignatura pendiente la calidad democrática. El pasado 19 de julio su primer ministro, Ramush Haradinaj, tuvo que dimitir en medio de una investigación del Tribunal de la Haya, que lo vincula con posibles crímenes de guerra cuando era comandante de la guerrilla terrorista albanesa UÇK.
El caso de Serbia está más avanzado. Desde que solicitó el ingreso en 2009 y alcanzó el estatus oficial de candidato a la adhesión en 2012, ha iniciado varias de las reformas que le exige la UE, pero negándose a realizar la exigencia más importante: reconocer a Kosovo como un país independiente y soberano.
Europa continúa insistiendo en que ambos territorios dialoguen, pero las negociaciones llevan años estancadas. El único avance se produjo el verano pasado, cuando Serbia y Kosovo plantearon una operación de ingeniería social a la que la comunidad internacional se opuso con vehemencia. La idea consistía en intercambiar los territorios del sur de Serbia, donde viven una mayoría de albaneses, con los del norte de Kosovo, donde la mayoría de la población es serbia.
Eslovenia y Croacia: la fortaleza económica
Ya eran las repúblicas económicamente más poderosas cuando pertenecían a Yugoslavia y, según el informe de renta per cápita de 2019 publicado por el Fondo Monetario Internacional, o el estudio sobre índice de desarrollo humano que en 2018 dio a conocer la ONU, Eslovenia y Croacia siguen superando en riqueza y progreso, y con bastante distancia, al resto de sus vecinos balcánicos. Tampoco son países desconocidos para las instituciones de la UE, ya que ambos son miembros del bloque común. Eslovenia, incluso, detentó la Presidencia rotatoria en 2008 y Croacia lo hará en 2020.
Curiosamente Eslovenia y Croacia también fueron las dos primeras repúblicas en renegar de Yugoslavia. Ambas lo hicieron en 1990, pero mientras que la primera directamente declaró su independencia mediante un referéndum, la segunda celebró unas elecciones al margen de la Federación donde el ultranacionalista Franjo Tuđman, muy alejado del Partido Comunista, se alzó con el poder.
Por supuesto, el Ejército Popular Yugoslavo se desplazó hasta Eslovenia para salvar la integridad territorial de la Federación, pero después de 10 días las operaciones cesaron porque Eslovenia es un territorio étnicamente homogéneo (no hay presencia relevante de minorías) y a Belgrado le interesaba que las tropas se centrasen en el inminente estallido independentista de la vecina Croacia.
250.000 serbios se convirtieron en refugiados al tener que huir de sus casas
Precisamente del conflicto al que dio lugar esa independencia nació la absoluta animadversión que todavía se tienen serbios y croatas. Cuando Tuđman se embarcó en la guerra, en 1991, en el este de Croacia vivían casi medio millón de serbios (el 90% de la población) que no estaban dispuestos a reconocer al nuevo Gobierno, por lo que declararon la República Serbia de Krajina, que ocupaba casi un 20% de la superficie total del país.
En 1995 el Ejército croata se lanzó con virulencia a recuperar los territorios de mayoría serbia, y lo logró en apenas tres días. No obstante, 250.000 serbios se convirtieron en refugiados al tener que huir de sus casas, y el Tribunal de La Haya juzgó a varios militares croatas por supuestos asesinatos, torturas, violaciones, saqueos y otros crímenes de lesa humanidad.
Sin embargo, el punto geográfico donde 28 años después continúan concentrándose gran parte de los rencores entre serbios y croatas es la localidad de Vukovar, en la frontera con Serbia. Allí, después de tres meses de asedio del Ejército Popular Yugoslavo —apoyado por el Ejército Serbobosnio y grupos paramilitares serbocroatas— las fuerzas serbias tomaron la ciudad y llevaron a cabo lo que se conoció como “masacre de Vukovar”: violaron a decenas de mujeres y tomaron como prisioneros, que posteriormente ejecutaron, a unos 200 militares y civiles que se encontraban en el hospital, enterrándolos después en una gran fosa común.
En casi 30 años, el único acercamiento diplomático entre los dos países ocurrió en 2010, cuando el entonces presidente serbio, Boris Tadić, viajó a Vukovar y pidió perdón públicamente por los crímenes serbios.
Bosnia: el rompecabezas étnico y cultural
Bosnia-Herzegovina es el epítome de la división. Actualmente el país está geográficamente partido en tres: la zona bosnia (mayoritariamente musulmana), la serbobosnia (cristianos ortodoxos) y la bosniocroata (católicos); y administrativamente en dos entidades territoriales: la República Serbia de Bosnia, o Republica Srpska, y la Federación, integrada por bosnios musulmanes y bosniocroatas.
En lo político, además de una Presidencia tripartita, que rota cada ocho meses entre los representantes de cada etnia, Bosnia-Herzegovina cuenta con un Parlamento estatal, dos Asambleas territoriales, la demarcación especial de Brcko (con estatus especial y gobierno propio), y 10 cantones que conforman la Federación musulmano-croata. Asimismo, cada una de estas corporaciones tiene su propia Constitución.
Al galimatías de organismos oficiales se le añade la profunda desafección ciudadana por la intrincada crisis política e institucional, que se basa en la imposibilidad del Estado bosnio para constituir un Ejecutivo central, ya que las disputas entre los líderes bosniocroatas y bosnios musulmanes por la ley electoral han hecho imposible renovar una de las dos Cámaras del Parlamento de la Federación, sin la que no puede investirse gobierno federal y, sin éste, no cabe la posibilidad de formar uno estatal.
Como sus vecinas Croacia y Eslovenia, Bosnia-Herzegovina también pretende ingresar en la Unión Europea, donde son conscientes de la ineficacia administrativa del país. Aunque Bruselas trabaja con los partidos más moderados de las tres facciones para alcanzar objetivos comunes, los nacionalismos no permiten avanzar en ese tipo de iniciativas, por lo que se hace imposible homologar a Bosnia con los estándares de calidad democrática que exige Europa.
En 2006, y bajo la tutela de la UE, se intentó reformar la Constitución del país para, por ejemplo, acometer mejoras en el funcionamiento del sistema judicial o en los mecanismos de lucha contra la corrupción. Sin embargo en 2013, y ante la falta de avances, Bruselas retiró una ayuda de casi 50 millones de euros y dejó en suspenso indefinido la posible adhesión de Bosnia al bloque comunitario.
Dolorosamente memorables son episodios como el sitio de Sarajevo (12.000 muertos y 50.000 heridos en casi cuatro años de asedio), o la matanza de Srebrenica
Esa rigidez en la fragmentación étnica y territorial demuestra lo fragilísima que es la convivencia en el país, y es una de las consecuencias de una guerra vertebrada por el odio racial y la limpieza étnica que, entre 1992 y 1995, dejó en torno a 100.000 muertos, y un millón de desplazados y refugiados.
Dolorosamente memorables son episodios como el sitio de Sarajevo (12.000 muertos y 50.000 heridos en casi cuatro años de asedio), o la matanza de Srebrenica, donde el Ejército serbobosnio asesinó a 8.000 musulmanes, todos hombres y niños varones. Durante el conflicto, una vez más las violaciones —principalmente de mujeres bosnias y serbobosnias— se cuantificaron en varias decenas de miles.
Aunque los Acuerdos de Dayton, en 1995, fueron el punto y final de la guerra de Bosnia, las fronteras internas que se establecieron entonces siguen delimitando con mucha intransigencia el territorio en el que viven los bosnios musulmanes, donde existe el anhelo de constituir una república independiente, y las zonas de mayoría serbia y croata, que piensan en anexionar esas demarcaciones bosnias a sus países.
Montenegro y Macedonia: los socios tranquilos
Sin ambiciones nacionalistas pronunciadas cuando el proyecto de la Gran Serbia de Slobodan Milošević abrió la veda de las independencias, Montenegro y Macedonia ahora Macedonia del Norte— siempre mantuvieron una posición muy discreta y bastante a favor del ritmo que iba marcando Belgrado.
Aun así, en 2001, Macedonia padeció el último coletazo de los conflictos en los Balcanes cuando una facción del UÇK realizó varios ataques en el norte del país, en la frontera con Kosovo, para reivindicar la presencia y las libertades de los ciudadanos de ascendencia albanesa en Macedonia. Después de varios meses de acciones violentas, unos 120 muertos y 170.000 desplazados, el Gobierno y los insurgentes llegaron a un acuerdo de paz.
Desde 2005, Macedonia es candidata oficial a ingresar en la UE, aunque hasta principios de este año contaba con el veto de Grecia debido a la disputa por el nombre (en Grecia hay una región que se llama Macedonia y el país heleno llevaba años solicitando que su vecino cambiase su denominación). No obstante, la falta de compromiso macedonio para cumplir con muchas de las exigencias de entrada de Bruselas mantiene en suspenso el proceso de adhesión.
Algo similar le ocurre a Montenegro, candidato oficial a entrar en el bloque comunitario desde 2010, pero donde los problemas con las políticas medioambientales y de seguridad, y con su sistema judicial impiden que el ingreso se haga efectivo. Sin disputas étnicas ni territoriales, desde 2003 a 2006 —cuando aprobó en plebiscito su independencia— Montenegro integró junto a Serbia el último reducto territorial de Yugoslavia: la Unión Estatal de Serbia y Montenegro.
Han transcurrido dos décadas, pero las guerras yugoslavas, las primeras tras la caída del Muro de Berlín y la disolución de la URSS, aún arrastran consecuencias en un contexto continental muy distinto: el de una UE que mira de reojo hacia la región, sin la voluntad de mediar con soluciones concretas.