Stephen Hawking luchó por crear una Teoría del Todo que aunase los principios de la cuántica con la teoría de la relatividad general. Descubrió una peculiar radiación de los agujeros negros que ahora lleva su nombre y dedicó el resto de su vida a divulgar toda clase de conocimientos científicos en libros, artículos y revistas. Rodeado de complejas ecuaciones matemáticas e imbuido de un espíritu de autosuperación, el físico teórico sorteó las limitaciones de su enfermedad y buscó, hasta su muerte, encajar las piezas del descomunal puzzle cosmológico. No lo consiguió en vida, pero sentó las bases para que futuras generaciones continuaran su trabajo. Nadie salvo un necio o un loco se embarcaría en la absurda tarea de desprestigiar el valor intelectual de Hawking para el mundo. ¿O sí?
Días después de su fallecimiento los medios de comunicación se vistieron de luto y en las redes sociales proliferaron innumerables noticias de divulgación científica. En medio de esta maraña de lágrimas, desconsuelo y algoritmos, algunos opinadores de dudosa profesionalidad, ondeando la bandera del puritanismo religioso, convirtieron la muerte de un gran hombre en un escaparate de la bajeza intelectual y la discordia. Como en un espectáculo circense en que el payaso inspira más terror que carcajada, estos columnistas hicieron gala de su mezquindad y vomitaron toda clase de insultos contra una de las mentes más sobresalientes de nuestro tiempo. «Charlatán», «tremendista ecologista», «catastrofista ridículo», «pedante de supermercado», «héroe de resentidos» y «deplorable patán» fueron algunas de las atribuciones.
Quien se adentra en las sucias cloacas de la deep web puede encontrar verdaderas atrocidades, pero nadie con dos dedos de frente se espera topar con ello en un medio de comunicación generalista. Este fanatismo de caverna, propio de una mentalidad medieval, no cabe en una sociedad moderna que necesita superar viejos tabúes en aras de alcanzar la igualdad de derechos y la libertad de pensamiento. No es que resulte ilegítimo opinar (allá cada uno con sus desvaríos), pero no es razonable que un periódico con millones de lectores tolere, por decencia, ética e imagen, que en sus columnas se emitan semejantes improperios. Tiene «delito» que un periódico con una de las secciones de ciencia más prestigiosas de nuestro país publique opiniones donde se defienda que Hawking dijo «majaderías tan poco científicas como los agujeros negros o negar a Dios». Como si a Dios se le pudiese probar a través de una fórmula matemática o como si los agujeros negros fuesen fruto de un mundo de fantasía y no una realidad que aún no somos capaces de abarcar debido a las limitaciones de nuestro conocimiento.
En su discurso de intransigencia religiosa, el autor del texto (al que no pienso mencionar para no añadir desnortados a su causa perdida), dueño de unas opiniones cimentadas en el desconocimiento, asocia esta «majadería» a la «decadencia moral, espiritual y estética de nuestra era» para, un par de párrafos después, añadir que la sociedad se postra ante «el predicador hortera mientras siguen tan vacías las iglesias» y que existe «la costumbre de oveja de preferir dirigirse hacia donde todo el mundo va en lugar de buscar la verdad salvífica», lo que conduce «de un modo inevitable a la adoración de falsos ídolos como Hawking». Este pasaje es una mina de oro. Cargado de un lenguaje claramente «cristiano» (iglesias, ovejas, verdad salvífica, adoración de falsos ídolos), el autor, que parece no haber abierto una Biblia en su vida o al menos no poder comprender el mensaje mesiánico de tolerancia y ecumenismo del Nuevo Testamento, repudia al prójimo que no presenta su mismo punto de vista. Culmina su discurso con que la única causa del éxito de Hawking es su famosa enfermedad. En su soberbia intelectual, el periodista sentencia: «Murió un socialista, murió un charlatán -valga el pleonasmo- murió otro héroe de los resentidos y como todos ellos murió sin haber entendido nada de lo sustancial, e impermeable como una oca a la Gracia. Claro que las ocas, por lo menos, nos dan foie; y este Hawking por no estar, no estaba ni bautizado».
Que todo valga no significa que todo sea bueno
El texto, como documento aislado, no supone un peligro. Sin embargo, si semejantes opiniones se enmarcaran dentro de una campaña de comunicación mediática, podrían hacer mucho daño al influir a personas que no han terminado de forjar una opinión fundamentada en datos objetivos. Lo que se escribe no es ilegal (como tampoco lo fueron los comentarios de Valtonyc o los tuits sobre el Holocausto), aunque sí inmoral: flirtea con los límites de la ética. Por si fuera poco, también contradice el código deontológico de la FAPE (ese que muchos periodistas no saben ni que existe, pues no le deben obediencia), que recomienda abstenerse de aludir, de modo despectivo o con prejuicios, a la raza, color, religión y origen de la persona. ¿Dónde queda la ética periodística en este caso? ¿Qué aporta a nuestra sociedad civilizada una avalancha de necedades? ¿Tienen estos comentarios relevancia social o son solo un expositorio del resentimiento personal del autor? ¿Deben publicarse? Que cada uno saque sus propias conclusiones.
A Hawking lo insultaron porque era ateo. No importan sus descubrimientos. Algunos personajes que se denominan a sí mismos «profesionales de la comunicación» hacen gala de una superioridad moral ultraconservadora sin darse cuenta de que es culpa suya que «las iglesias estén vacías» y el periodismo tan desprestigiado. Personalmente me avergüenzo de compartir profesión y religión con semejantes manipuladores de la opinión pública y mercachifles del discurso del horror y la beligerancia. Pero lo que más me avergüenza es que medios de comunicación generalistas tengan la indecencia de permitir que estos Torquemadas modernos, charlatanes fanáticos y sin escrúpulos herederos de la «Santísima» Inquisición isabelina, escupan a quienes emiten juicios de valor que chocan contra sus principios.
Lo que necesita el periodismo moderno es que esta «casta invencible» de rancio conservadurismo evangelista desaparezca y deje que los auténticos profesionales de la comunicación iluminen el camino desde la moderación, el amor a la objetividad, la cordura y la estimulación de las conciencias a través de la verdad, tanto en los análisis como en las opiniones. Que todo valga no significa que todo sea bueno, y menos en una sociedad permeable a los comentarios ajenos y tan dada al sensacionalismo. Quien pueda entender, que entienda.